plano de la casa de Samsa,

plano de la casa de Gregor Samsa, por Nabokov

lunes, 30 de agosto de 2010

fragm. final de Bartleby el escribiente-Herman MELVILLE

Supe después que cuando le dijeron al amanuense que sería conducido a la cárcel, éste no ofreció la menor resistencia. Con su pálido modo inalterable, silenciosamente asintió. Algunos curiosos o apiadados espectadores se unieron al grupo; encabezada por uno de los gendarmes, del brazo de Bartleby, la silenciosa procesión siguió su camino entre todo el ruido, y el calor, y la felicidad de las aturdidas calles al mediodía.

El mismo día que recibí la nota, fui a la cárcel. Buscando al empleado, declaré el propósito de mi visita, y fui informado que el individuo que yo buscaba estaba, en efecto, ahí dentro. Aseguré al funcionario que Bartleby era de una cabal honradez y que merecía nuestra lástima, por inexplicablemente excéntrico que fuera. Le referí todo lo que sabía, y le sugerí que lo dejaran en un benigno encierro hasta que algo menos duro pudiera hacerse -aunque no sé muy bien en qué pensaba. De todos modos, si nada se decidía, el asilo debía recibirlo. Luego solicité una entrevista.

Como no había contra él ningún cargo serio, y era inofensivo y tranquilo, le permitían andar en libertad por la prisión y particularmente por los patios cercados de césped. Ahí lo encontré, solitario en el más quieto de los patios, con el rostro vuelto a un alto muro, mientras alrededor; me pareció ver los ojos de asesinos y de ladrones, atisbando por las estrechas rendijas de las ventanas.

-¡Bartleby!

-Lo conozco -dijo sin darse vuelta- y no tengo nada que decirle.

-Yo no soy el que le trajo aquí, Bartleby -dije profundamente dolido por su sospecha-. Para usted, este lugar no debe ser tan vil. Nada reprochable lo ha traído aquí. Vea, no es un lugar tan triste, como podría suponerse. Mire, ahí está el cielo, y aquí el césped.

-Sé dónde estoy -replicó, pero no quiso decir nada más, y entonces lo dejé.

Al entrar de nuevo en el corredor; un hombre ancho y carnoso, de delantal, se me acercó, y señalando con el pulgar sobre el hombro, dijo:

-¿Ése es su amigo?

-Sí.

-¿Quiere morirse de hambre? En tal caso, que observe el régimen de la prisión y saldrá con su gusto.

-¿Quién es usted? -le pregunté, no acertando a explicarme una charla tan poco oficial en ese lugar.

-Soy el despensero. Los caballeros que tienen amigos aquí me pagan para que los provea de buenos platos.

-¿Es cierto? -le pregunté al guardián. Me contestó que sí.

-Bien, entonces -dije, deslizando unas monedas de plata en la mano del despensero-, quiero que mi amigo esté particularmente atendido. Dele la mejor comida que encuentre. Y sea con él lo más atento posible.

-Presénteme, ¿quiere? -dijo el despensero, con una expresión que parecía indicar la impaciencia de ensayar inmediatamente su urbanidad.

Pensando que podía redundar en beneficio del amanuense, accedí, y preguntándole su nombre, me fui a buscar a Bartleby.

-Bartleby, éste es un amigo, usted lo encontrará muy útil.

-Servidor; señor -dijo el despensero, haciendo un lento saludo, detrás del delantal-. Espero que esto le resulte agradable, señor; lindo césped, departamentos frescos, espero que pase un tiempo con nosotros, trataremos de hacérselo agradable. ¿Qué quiere cenar hoy?

-Prefiero no cenar hoy -dijo Bartleby, dándose vuelta-. Me haría mal; no estoy acostumbrado a cenar -con estas palabras se movió hacia el otro lado del cercado, y se quedó mirando la pared.

-¿Cómo es esto? -dijo el hombre, dirigiéndose a mí con una mirada de asombro-. Es medio raro, ¿verdad?

-Creo que está un poco desequilibrado -dije con tristeza.

-¿Desequilibrado? ¿ Está desequilibrado? Bueno, palabra de honor que pensé que su amigo era un caballero falsificador; los falsificadores son siempre pálidos y distinguidos. No puedo menos que compadecerlos; me es imposible, señor. ¿No conoció a Monroe Edwards? -agregó patéticamente y se detuvo. Luego, apoyando compasivamente la mano en mi hombro, suspiró-: murió tuberculoso en Sing-Sing. Entonces, ¿usted no conocía a Monroe?

-No, nunca he tenido relaciones sociales con ningún falsificador. Pero no puedo demorarme. Cuide a mi amigo. Le prometo que no le pesará. Ya nos veremos.

Pocos días después, conseguí otro permiso para visitar la cárcel y anduve por los corredores en busca de Bartleby, pero sin dar con él.

-Lo he visto salir de su celda no hace mucho -dijo un guardián-. Habrá salido a pasear al patio. Tomó esa dirección.

-¿Está buscando al hombre callado? -dijo otro guardián, cruzándose conmigo-. Ahí está, durmiendo en el patio. No hace veinte minutos que lo vi acostado.

El patio estaba completamente tranquilo. A los presos comunes les estaba vedado el acceso. Los muros que lo rodeaban, de asombroso espesor; excluían todo ruido. El carácter egipcio de la arquitectura me abrumó con su tristeza. Pero a mis pies crecía un suave césped cautivo. Era como si en el corazón de las eternas pirámides, por una extraña magia, hubiese brotado de las grietas una semilla arrojada por los pájaros.

Extrañamente acurrucado al pie del muro, con las rodillas levantadas, de lado, con la cabeza tocando las frías piedras, vi al consumido Bartleby. Pero no se movió. Me detuve, luego me acerqué; me incliné, y vi que sus vagos ojos estaban abiertos; por lo demás, parecía profundamente dormido. Algo me impulsó a tocarlo. Al sentir su mano, un escalofrío me corrió por el brazo y por la medula hasta los pies.

La redonda cara del despensero me interrogó:

-Su comida está pronta. ¿No querrá comer hoy tampoco? ¿O vive sin comer?

-Vive sin comer -dije yo y le cerré los ojos.

-¿Eh?, está dormido, ¿verdad?

-Con reyes y consejeros -dije yo.

Creo que no hay necesidad de proseguir esta historia. La imaginación puede suplir fácilmente el pobre relato del entierro de Bartleby. Pero antes de despedirme del lector; quiero advertirle que si esta narración ha logrado interesarle lo bastante para despertar su curiosidad sobre quién era Bartleby, y qué vida llevaba antes de que el narrador trabara conocimiento con él, sólo puedo decirle que comparto esa curiosidad, pero que no puedo satisfacerla. No sé si debo divulgar un pequeño rumor que llegó a mis oídos, meses después del fallecimiento del amanuense. No puedo afirmar su fundamento; ni puedo decir qué verdad tenía. Pero, como este vago rumor no ha carecido de interés para mí, aunque es triste, puede también interesar a otros.

El rumor es éste: que Bartleby había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas de Wáshington, del que fue bruscamente despedido por un cambio en la administración. Cuando pienso en este rumor; apenas puedo expresar la emoción que me embargó. ¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Conciban un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo -el dedo al que iba destinado, tal vez ya se corrompe en la tumba-; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte.

¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!


Aunque subtitulado en alemán, los diálogos de los personajes están en inglés; adjunto este primer video que sólo expone la primera parte del relato, porque recrea mejor el original que el del siguiente video que lo implanta en los tiempos actuales; no obstante el segundo video, nos hace reflexionar,( por si no nos habíamos dado cuenta),y aunque muy transformado, muestra el trágico final.

domingo, 29 de agosto de 2010

La obscenidad y la ley de reflexión (y 2)-Henry MILLER

Ha de reconocerse, sin embargo, con respecto a esas discutibles exhibiciones de poder, que sólo un Maestro puede arriesgarse con ellas. En realidad, el elemento de riesgo existe sólo a los ojos de los no iniciados. El Maestro siempre está seguro del resultado; nunca juega sus cartas de triunfo, a no ser en el momento psicológico. Su conducta en tales circunstancias puede compararse a la del químico que derrama una última y pequeñísima gota dentro de una solución para provocar la precipitación de ciertas sales. Si bien es un empuje final, representa ante todo una suprema exhortación que el Maestro se permite. Además, una vez pasado el momento, el testigo sufre una transformación imborrable. En otros términos, la situación podría describirse como la transición de la creencia a la fe. Una vez establecida la fe, ya no hay regresión, mientras que en la creencia todo queda en suspenso, y es susceptible de fluctuaciones.
Tasmbién debe reconocerse que quienes están dotados de verdadero poder no tienen necesidad de demostrárselo a sí mismos. Nunca se emplean estos recursos para el propio interés o la propia glorificación. En efecto, no hay nada milagroso -en el sentido vulgar de la palabra- en estos actos, a no ser que la facultad de elevar la conciencia del espectador hasta ese misterioso nivel de iluminación que es natural para el Maestro. Los hombres que, por un lado, ignoran la fuente de sus poderes, y son considerados por otro lado como hombres cuyos poderes mueven el mundo, tienen generalmente un final desastroso. De sus esfuerzos puede decirse, en verdad, que llevan a un punto cero. En el plano mundanal no perdura nada, porque en este plano -plano del sueño y de la ilusión-- todo es miedo y avidez, vanamente aglutinados por la voluntad.

Y volvamos otra vez al artista: una vez empleados sus extraordinarios poderes -y estoy pensando precisamente en la obscenidad usada con esas características mágicas-, es inevitablemente arrastrado por la corriente de fuerzas que lo superan. En un principio creyó que podría despertar a sus lectoresm, pero al final él mismo pasa a otra dimensión de la realidad donde ya no siente necesidad de provocar un despertar. Su rebelión contra la inercia que prevalece a su alrededor se va transformando, a medida que su visión se amplía, en una comprensión y aceptación de un orden y armonía que están más allá del intelecto humano, y a los que sólo puede llegarse mediante la fe. Su visión se va ampliando a medida que crecen sus propios poderes, pues la creación tiene sus raíces en la visión y sólo admite un reino, el reino de la imaginación. Entonces, al final, se yergue en medio de sus imprecaciones obscenas igual que el conquistdor en medio de las ruinas de una ciudad arrasada. Comprende entonces que la verdadera naturaleza de lo obsceno reside en un ansia de convertir. Dio golpes para despertar a otros, pero se despertó a sí mismo. Y una vez despierto ya no se interesó en el mundo del sueño; camina a plena luz y, como si fuera un espejo, refleja su iluminación en todos sus actos.
Una vez lograda esta posición ventajosa, ¡cuán frívolas y lejanas le parecen las acusaciones de los moralistas! ¡Cuán carente de sentido el debate sobre los méritos literarios de la obra en cuestión! ¡Cuán absurda la disputa sobre la natualeza moral o inmoral de la creación! Todo acto de audacia puede ser motejado de vulgar. Hay algo de dramático en la naturaleza de un llamado, de un llamado frenético a la comunión. La violencia de acto o de palabra es una especie de plegaria al revés. La iniciación misma es un proceso violento de purificación y unión. Todo lo que reclama un tratamiento radical reclama a Dios, y siempre a travès de alguna forma de muerte o aniquilamiento. Cuando aflora lo obsceno uno puede presentir la muerte inminente de una forma. Quienes poseen la más alta clave no son impacientes, ni siquiera ante la presencia de la muerte; pero el artista literario no pertenece a esa especie; no pasa, por asi decir, del vestíbulo en el palacio de la sabiduría. Aunque le preocupa el espíritu, recurre, con todo, a las formas. Cuando comprende plenamente su papel de creador, para sustituir su propio ser recurre al expediente de las palabras. Pero durante ese proceso llega "la noche oscura del alma", cuando exaltado por su visión de las cosas por venir y todavía sin concienciaplena de sus poderes, recurre a la violencia. Lo invade el furor ante su incapacidad para transmitir su visión. Recurre a todos los medios a su alcance. Esta agonía, que resulta una parodia de la creación misma, lo prepara para la solución de su dilema; solución totalmente imprevista y tan misteriosa como la creación misma.
Todas las violentas manifestaciones de un poder radiante revelan un resplandor obsceno cuando se las torna visibles mediante el lente refringente del ego. Todas las conversiones se producen a la velocidad de una fracción de segundo. La liberaciónb implica un arrancamiento de cadenas, un estallido de la larva. Lo obsceno está contenido en los movimientos que preceden o anticipan el nacimiento, en las contorsiones preconscientes frente a la vida por llegar. En la agonía de la muerte se comprende la naturaleza del nacimiento. Pues, de qué lucha se trata si no es la de la que se desarrolla entre la forma y el ser, entre lo que ha sido y lo que pronto será. En tales momentos, la creación misma está en el banqillo: quienquiera que busque apartar el velo del misterio se convierte él mismo en parte del misterio, y así contribuye a perpetuarlo. El acto de apartar el velo puede ser interpretado como la expresión fundamental de lo obsceno. Es un intento de escudriñar el secreto proceso del universo. En este sentido, la culpa atribuida a Prometeo simboliza la culpa del hombre-creador, del hombre-arrogante que se aventura a crear antes de er coronado de sabiduría.
Los dolores del parto no se refieren al cuerpo sino al espíritu. Se nos exigió conocer el amor y hacer la experiencia de la unión y de la comunión para así lograr liberarnos de la rueda de la vida yde la muerte. Pero hemos preferido permanecer más acá del Paraíso y crear mediante el arte la sustancia ilusoria de nuestros sueños. En un sentido profundo hemos diferido la acción para siempre. Coqueteamos con el destino y nos arrullamos con mitos para dormirnos. Nos morimos con los sufrimientos de nuestras propias leyendas trágiccas comoarañas atrapadas en sus mismas telas. Si algo hay que merezca ser llamado "obsceno" es esta confrontación fugaz y de soslayo con los misterios, este caminar hasta el borde justo del abismo, gozando de todos los éxtasis del vértigo, pero rehusando ceder al hechizo de lo desconocido. Lo obsceno tiene todas las propiedades de la zona oculta. Es tan vasto como el inconsciente mismo y tan amorfo y fluido como la sustancia propia del inconsciente. Es lo que aflora a la superficie como algo extraño, embriagador y prohibido y que, por lo tanto, seduce y paraliza cuando, a semejanza de Narciso, nos inclinamos ante nuestra imagen, en el espejo de nuestra propia iniquidad. Es bien conocido por todos, pero al mismo tiempo despreciado y rechazado, por lo que sin cesar emerge con máscaras proteicas en los momentos menos esperados. Cuando se lo reconoce y acepta, sea como producto de la imaginación, sea como parte integrante de la realidad humana, inspira el mismo horror y aversión que podría producir el loto florecido que hunde sus raíces en el cieno del río que le dio origen.

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Tomado de Pornografía y obscenidad, traducción y edición Aldo PELLEGRINI-ed.Argonauta

viernes, 27 de agosto de 2010

La obscenidad y la ley de reflexión (1)-Henry MILLER/// G.GROSZ pinturas

Autorretrato advirtiendo1927-G.GROSZ
Caín, o el infierno de Hitler-1944-G.GROSZ

Suicidio, 1916-G.GROSZ
Los pilares de la sociedad-1926-G.GROSZ


Discurrir sobre la naturaleza y el significado de la obscenidad es casi tan difícil como hablar de Dios. Hasta que comencé a hurgar en la literatura acumulada sobre el tema, nunca me di cuenta del cenegal que debía atravesar. Si se comienza por la etimología salta a la vista que los lexicógrafos no son menos embaucadores que los juristas moralistas y políticos. Aquellos que han intentado seriamente rastrear el significado del término, se han visto forzados a confesar que no habían llegado a ninguna conclusión. En su libro To the pure("Hacia lo puro"), Ernst y Seagle afirman que "no hay dos personas acordes en la definición de los seis temibles adjetivos siguientes: obsceno, libidinoso, lascivo, puerco, indecente, inmundo".
La liga de las Naciones se encontró con dificultades cuando intentó definir la obscenidad. Probablemente D.H.Lawrence tuvo razón al asegurar que "nadie sabe lo que significa el término obsceno". Para Theodore Schroeder, que consagró toda su vida a la lucha por la libertad de expresión (ver su A Challenge to Sex Censors), "la obscenidad no existe en ningún libro o cuadro; es tan sólo una propiedad de la mente del que lee o contempla". "No se ha ofrecido ningún argumento que abone la supresión de la literatura obscena", afirma dicho autor, "que por inevitables inferencias no llegue a justificar, y no haya justificado ya, todas las demás limitaciones que se han impuesto alguna vez a la libertad de pensamiento."
Como alguien muy bien ha dicho, la mención completa de las obras maestras que han llevado el rótulo de obscenas formaría un fatigoso catálogo. La mayor parte de nuestros escritores predilectos, de Platón a Havelock Ellis, de Aristófanes a Shaw, de Cátulo y Ovidio a Shakespeare, Shelley y Swinburne, incluyendo la Biblia, han sido blanco de aquellos que siempre están a la pesca de de lo que es impuro, indecente o inmoral. En un artículo titulado "La libertad de expresión en la literatura", Huntington Cairns, uno de los censores más advertidos y lúcidos, señala la necesidad de una reeducación de los funcionarios encargados de la aplicación de la ley. "En general", afirma, "son individuos que poco o nada tienen que ver con la ciencia o el arte, que no tienen la menor idea de la tácita libertad de expresión concedida a los hombres de letras desde los comienzos de la literatura inglesa, y que han demostrado, según la opinión de los expertos, absoluta incompetencia en su tarea. Los que en primer término deben ser reeducados son los funcionarios administrativos y no la masa de población, que en su mayoría no tiene ningún contacto apreciable con el arte. "
Quizás valga la pena señalar aquí, de paso, que aunque nuestro gobierno federal no ejerce censura sobre las obras de arte producidas en el país, concede al Departamento del Tesoro el derecho de juzgar sobre las que proceden del exterior. En 1930 se reformó la Tariff Act para permitir al secretario del Tesoro, según su criterio, la admisión de clásicos o libros de reconocido o indiscutible mérito literrio o científico, aun cuando fueran obscenos. ¿Qué se entiende por libros de "reconocido o indiscutible mérito literario"?
El señor Cairns nos ofrece la siguiente interpretación: "libros a los que respalda una masa importante y responsable de la opinión crítica norteamericana, acorde en la calidad y el mérito de las obras". Esta interpretación parecería corresponder a una actitud bastante liberal, pero frente al caso concreto de un libro u obra de arte capaz de determinar una furibunda reacción, la aparente liberalidad se derrumba. Se ha dicho con respecto a los sonetos de Aretino que estaban condenados por cuatrocientos años. Nadie puede predecir cuánto tiempo habrá de esperar hasta que la interdicción que pesa sobre ciertas obras contemporáneas famosas sea levantada. En el artículo arriba mencionado, Cairns admite que "la probabilidad de que las actuales ordenanzas sobre obscenidad se deroguen es nula". Y sigue diciendo: "Ninguna ordenanza precisa el alcance de la palabra obscenidad, por lo que se crea un amplio margen discrecional para el significado que ha de atribuirse al término". Quienes pensaron que la decisión tomada en el caso del Ulises establecía un precedente, tienen hoy que admitir que fueron exageradamente optimistas. No hay nada establecido con referencia a los libros de carácter perturbador. Después de años de disputar mojigatos, fanáticos y otros psicópatas que determinan lo que se nos permite o no se nos permite leer, Theodore Schroeder opina que "no es la calidad intrínseca de un libro lo quee cuenta, sino su hipotética influencia sobre alguna hipotética persona que, en alguna problemática época futura, pueda hipotéticamente leer ese libro".
En su obra titulada Desafío a los censores morales, Schroeder cita a un clérigo anónimo de hace una centuria, en apoyo de que "la obscenidad existe tan sólo en la mente de quien la descubre y acusa de ella a los otros." Esta obra ignorada contiene muchos pasajes esclarecedores. Allí el autor procura demosstrar que, por una ley natural de reflexión, cada uno realiza los mismos actor que atribuye a los otros; que la defensa de sí mismo no es, al fin y al cabo, más que un acto de autodestrucción, etc. Este punto de vista,, sano y lúcido, que parecería accesible a muy pocos, tiene más probabiliades de disipar las brumas que envuelven el tema que todos los eruditos tratados de educadores, moralistas y juristas combinados. En la Epístola a los romanos(XIV; 14), lo mismo está dicho de modo axiomático: "Yo bien sé, y estoy seguro, según la doctrina de Nuestro Señor Jesús, que ninguna cosa es de suyo impura, sino que viene a ser impura para aquel que por tal la tiene". Ningún individuo sensato tendría dudas sobre cuánto se avanzaría si en los tribunales se defendieran esos principios o los funcionarios postales los adoptaran. Un punto de vista totalmente distinto, que merece nuestra atención no sólo por lo honrado y franco sino por reflejar la innata convicción de muchos, es el expresado por Havelock Ellis, quien dice que "la obscenidad es un elemento constante en la vida social humana y corresponde a una profunda necesidad del espíritu". Ellis va más lejos aún al afirmar que "los adultos necesitan la literatura obscena tanto como los niños los cuentos de hadas, como alivio para la fuerza opresora de las convenciones". Esta es la actitud de un individuo culto cuya pureza y buen juicio son reconocidos por los más eminentes críticos del mundo. Es el punto de vista ligado a la tierra que confesamos admirar en los pueblos mediterráneos. Es natural que, siendo Ellis inglés, haya sufrido persecuciones por sus ideas y opiniones sobre los problemas sexuales. Desde el s.XIX en adelante, todos los autores ingleses que se atrevieron a tratar esos problemas con honradez y realismo han sido perseguidos y humillados. La actitud predominante en el público inglés está- según creo- bastante bien representada por este trozo de pulcra vaciedad titulado "¿Necesitamos un censor?", en el que el vizconde de Brentford se justifica virtuosamente. El vizconde de Brentford es el caballero que se propuso proteger al público inglés de obra tan inicuas como Ulyses y el Pozo de la soledad. Corresponde a un tipo de individuos que pululan en el medio anglosajón y a los que parecen dirigirse las siguientes palabras del doctor Ernst Jones:"Se trata de hombres que dominados por atracciones secretas hacia diversas tentaciones, se esfuerzan por alejar dichas tentaciones de otras gentes; en vedad, se están defendiendo a sí mismos con la excusa de defender a otros, porque íntimamente tienen temor de la propia debilidad."

Como se me acusa de emplear un lenguaje obsceno con abundancia y libertad superiores a la de cualquier otro escritor vivo de lengua inglesa, puede tener interés la exposición de mis propios puntos de vista sobre el tema. Desde 1934, fecha de la primera publicación en París de Trópico de Cáncer, he recibido centeneares de cartas de lectores de todas partes del mundo; procedían de hombres y mujeres de las más diversas edades y categorías sociales, y en su mayor parte eran mensajes de felicitación. Había muchos que reprochaban al libro su lenguaje escatológico, pero que declaraban su admiración en todo otro aspecto; pocos, muy pocos, hacían el reparo de que se trataba de un libro insípido o mal escrito. El libro continúa vendiéndose "por bajo de la cuerda" y todavía se escribe sobre él, aunque han pasado ya diez años desde su aparición y fue rápidamene proscripto en todos los países anglosajones. El único efeto que tuvo la censura sobre su circulación fue el de derivarla por los canales clandestinos, limitando así las ventas, pero asegurándole al mismo tiempo la mejor de las publicidades: la recomendación oral. Se encuentra en las bibliotecas de casi todas las casas de estudio importantes, los profesores suelen recomendarlo a sus alumnos, y poco a poco ha llegado a ocupar un lugar al lado de obras literarias célebres que, proscriptas y prohibidas en alguna época, son aceptadas hoy como clásicas. Mi libro interesa especialmente a los jóvenes, a quienes-por todo lo que he logrado averiguar directa o indirectamente- no sólo no ha arruinado la vida sino que por el contrario ha acrecentado su firmeza moral. Este libro es una prueba palpitante de que la censura se derrota a sí misma. También prueba, una vez más, que los únicos protegidos por la censura son los censores mismos, a causa simplemente de una ley natural conocida por todos aquellos que se abandonan a excesos.
En relación con todo esto siento la necesidad de mencionar un hecho curioso sobre el que me han llamado la atención muy a menudo los libreros: las dos clases de libros de venta no sólo constante sino creciente son los llamados pornográficos u obscenos y los de ocultismo. Esto parecería corroborar la opinión de Havelock Ellis ya mencionada. No cabe duda de que todos los intentos por controlar el tráfico de libros obscenos, así como el tráfico de drogas o la prostitución, están destinados al fracaso dondeqiera que la civilización alce la cabeza. Sean o no estas cosas un mal sin remedio, sean o no elementos definitivos y arraigados en nuestra vida social, lo positivo es que resultan sinónimos de lo que llamamos civilización. A despecho de todo lo dicho y escrito en pro o en contra, resulta evidente que, en lo tocante a estos factores de la vida social, los hombres no han llegado al mismo acuerdo que existe sobre la esclavitud. Es posible, por supuesto, que ests cosas lleguen a desaparecer un día, pero también es posible que, a pesar de la repulsa universal hacia la esclavitud, ésta vuelva a ser practicada por los hombres.
La pregunta que con más insistencia se formula a quien escribe literatura obscena es la siguiente: "¿Qué necesidad tiene usted de usar tal lenguaje?" La pregunta implica, naturalmente, que el mismo efecto podría obtenerse utilizando términos o medios convencionales. No hay nada más lejos de la verdad. Cualquiera que haya sido el lenguaje empleado y por objetable que sea -pienso aquí en los ejemplos extremos-, se puede asegurar que no había otro lenguaje posible. Los efectos están ligados a las intenciones, y éstas a su vez, están gobernadas por leyes compulsivas tan rígidas como las de la naturaleza misma. Esto no llegan a comprenderlo casi nunca los individuos no creadores. Alguien ha dicho que "la comprensión que ha logrado el artista literario, la comunica a sus lectores". Esta comprensión del problema sexual, o de cualquier otro, inevitablemente entra en conflicto con las creencias populares, con los temores y tabúes que, en su mayor parte, están fundados sobre errores. Todos los argumentos que tratan de justificar las opiniones erróneas de la muchedumbre, como la falta de educación, la falta de contacto con las artes, y otros parecidos, no afectan al hecho concreto de que habrá siempre un abismo entre el artista creador y el público, a causa de que este último es impenetrable al misterio inherente a toda creación. La lucha que, consciente o inconscientemente, el artista emprende con el público, se concentra casi exclusivamente en el problema de una elección necesaria. Si dejamos a un lado todas las cuestiones referentes al ego o al temperamento, y adoptamos el punto de vista más amplio sobre el proceso creador, aquel que reduce al artista a un mero instrumento, nos vemos obligados a aceptar que el espíritu de una época es un crisol que purifica las misteriosas fuerzas vitales que, por distintos medios, buscan expresarse. Si hay algo misterioso en la manifestación de ls fuerzas profundas e insospechadas que se expresan, de un período a otros, por movimientos e ideas perturbadoras, puede asegurarse que nada de ello es accidenal o extravagante. Las leyes que gobiernan al espíritu son exactamente tan legibles como las que gobiernan la naturaleza. Pero su lectura debe ser realizada por aquellos que tienen el hábito del misterio. La profundidad misma de estas interpretaciones las hacen indigeribles e inaceptables para pel vasto cuerpo que constituye el público no pensante.
De paso, es curioso observar que los pintores, por inabordables que resulten sus obras, sólo excepcionalmente resultan víctimas de las intervenciones intempestivas que sufren los escritores. El lenguaje, puesto que sirve también de medio de comunciación, tiende a producir horribles confusiones. Hay hombres de elevada inteligencia que suelen exhibir el gusto más execrable frente a las artes. Pero haste estos lelos, fácilmente identificables por el incesante asombro que nos provoca su torpeza, raramente tienen la audacia de manifestar qué elementos convendría suprimir en una pintura, o qué modificaciones efectuar. Tómese, por ejemplo, las obras de la primera época de George Grosz. Compárense con las reacciones que provocaron el público inteligente con las que provocó Joyce al aparecer el Ulises. Compárense a su vez estas reacciones con las que provocó la música reciente de Schönberg. En los tres casos la indignación inicial fue igualmente fuerte, peor en el caso de Joyce el público demostró mayor coordinación mayor verbosidad, mayor arrogancia en la expresión de su falsa certidumbre. En asunto de libros, hasta el carnicero y el plomero se creen con derecho a opinar, especialmente si el libro puede merecer el calificativo de sucio o repugnante.
He observado, además, que la actitud del público cambia sensiblemente cuando se enfrenta con las obras de pueblos primitivos. Entonces, por alguna oscura razón, se manifiesta una tolerancia mucho mayor hacia el elemento "obsceno". Personas que hubieran estallado de indignación ante los dibujos de Ecce homo(n.del T: libro de dibujos de Grosz publicado en 1923), llegan a contemplar sin rubor cerámicas o esculturas africanas, pese a la ofensa que podrían significar para su gusto y sentido moral. La misma tolerancia se advierte frente a las obras de los autores antiguos. ¿A qué se debe? A que hasta los más obtusos no pueden dejar de admitir el hecho de que existieron épocas en las que -sea ello justificado o no- prevalecieron otras costumbres y otro tipo de moral. Pero cuando se trata de los espíritus creadores de nuestra época, la libertad de expresión sólo la interpretan como licencia. El artista debe someterse a la actitud común y habitualmente hipócrita de la mayoría. Ha de ser original, audaz, sugestivo y todo lo demás, pero no excesivamente perturbador. Cuando dice no debe significar . Cuanto más amplio es el público de aficionados, más tiránica, compleja y perversa se vuelve la presión irracional. No hay duda de que existen excepciones, y Picasso es una de ellas; uno de los pocos artistas de nuestro tiempo capaz de exigir el respeto y la atención de un público perplejo y ampliamente hostil. Es el más grande tributo que pueda hacerse a su genio.

No es improbable que en ese período de transición que señalan las guerras mundiales y cuya duración puede extenerse auna o dos centurias, el arte llegue a ser cada vez menos importante. Un mundo desgarrado por indescriptibles cataclismos, un mundo preocupado por transformaciones políticas y sociales, no tenrá tiempo ni energías disponibles para la creación o la estimación de las obras de arte. El político, el soldado, el industrial, el técnico, en una palabra, todos aquellos que proveen a las necesidades inmediatas, a la comodidad de los seres, a las pasiones y prfuicios efímeros e ilusorios, tendrán prioridad sobre el artista. Las invenciones más poéticas serán aquellas que sirvan a los fines más destructores. La poesía misma se expresará en términos de explosivos o gases tóxicos. Lo obsceno se manifestará mediante las más inconcebibles técnicas de autodestrucción que el genio inventivo del hombre se verá forzado a adoptar. La repugnancia y la aversión que los espíritus proféticos en el dominio del arte han inspirado al repesentar un mundo en gestación, encontrarán justificativo en los años por venir a medida que esos sueños se realicen.
El abismo creciente entre el arte y la vida -el arte cada vez más sensacional e ininteligible, la vida cada vez más turbia y desalentadora- ha sido comentado hasta el hartazgo. La guerra, por colosal y portentosa que haya sido, no logró hacer surgir una pasión a la medida de su importancia o su significación. El fervor de los griegos y de los españoles fue algo que asombraria al mundo moderno. La admiración y el horror que sus luchas feroces evocaban es revelador. Nosotros los considerábamos tan locos como heroicos, y hemos estado a punto de creer que tal locura y tal heroísmo no existían más. Pero lo que sorprende como "obsceno", y, más que loco, insensato, es el prodigioso carácter maquinista de la guerra emprendida por las grandes naciones. Es una guerra de materiales, una guerra de predominio estadístico.una guerra en que la victoria se obtiene mediante un cálculo frío y paciente basado en la mayor cantidad y calidad de recursos. En las guerras que emprendían los españoles y los griegos, no sólo había inseguridad en cuanto al resultado inmediato, sino inseguridad en cuanto al resultado eterno, si así pudiera decirse. A pesar de todo, se batían con dientes y uñas y hubieran vuelto a batirse una y otra vez, siempre sin seguridad, pero gloriosamente, a causa de que los movía la pasión. En cuanto a las grandes potencias, enredadas en una lucha a muerte, uno presiente que sólo se están preparando para otra oportunidad, la oportunidad de lograr concreta y definitivamente una victoria que será eterna, lo que constituye una ilusión absoluta. Cualquiera que sea el resultado, uno presiente que la vida no sufrirá alteraciones radicales, salvo en un grado tal que la haga más parecida a lo que era antes de estallar el conflicto. Esta guerra tiene todas las característicass masturbatorias de un combate entre reincidentes incorregibles.
No hago resaltar el aspecto obsceno de la guerra moderna tan sólo porque yo esté contra la guerra, sino porque algo vinculado con las emociones ambivalentes que ella inspira me permite aprehender mejor la nautraleza de lo obsceno. Tengo la impresión de que nada sería considerado obsceno si los hombres lograran llevar a la vida sus más íntimos deseos. Lo más temible para el hombre es tener que enfrentarse con las manifestaciones -de hecho o de palabra- de aquello que ha rehusado vivir, que ha estrangulado o sofocado, que ha sumergido, como decimos ahora, en su inconsciente. Las cualidades sórdidas que se imputan al enemigo son siempre aquellas que reconocemos como propiamente nuestras, y por eso nos preparamos para destruirlas, sabiendo que sólo la proyección nos dará idea de su atrocidad y horror. Igual que en un sueño, el hombre trata dde aniquilar a su enemigo interior. Este enemigo, se sitúe en el interior o en el exterior, tiene exactamente tanta realidad, no más, como los fantasmas de sus sueños. Mientras está despierto parece no molestarle ese sueño suyo, pero cuando duerme lo invade el terror. Acabo de decir "mientras está despierto", y entonces surge la pregunta: ¿cuándo está despierto, si alguna vez lo está? Para quienes ya no sienten la necesidad de matar, el hombre atraído por el asesinato no es más que un sonámbulo. Es un hombre que intenta matarse a sí mismo en sueños. Es un hombre que se enfrenta a sí mismo "sólo en el sueño". Este es el hombre del mundo actual, el hombre modelo, tan mítico y legendario como el Hombre modelo de la alegoría. Nuestra vida actual es como habíamos soñado que fuera en la fuente de las edades. La recorre constantemente un doble hilo, como en el sueño de antiguos tiempos. Constantemente, miedo y avidez, miedo y avidez. Nunca el puro manantial del deseo. Y de este modo, tenemos y no tenemos, somos y no somos.
En el dominio de lo sexual opera una especie similar de sonambulismo y autoengaño; aquí la bifurcación del puro deseo en miedo y avidez da por resultado la creación de un mundo fantasmagórico donde el amor representa el papel de chivo emisario con caracteres de camaleón. La pasión brilla por su ausencia o por monstruosas deformaciones que la tornan prácticamente irreconocible. Seguir la historia de la actitud del hombre frente a lo sexual es como recorrer un laberinto cuyo centro estuviera situado en un planeta desconocido. Ha habido tantas deformaciones y represiones hasta entre los pueblos primitivos, que hohy resulta virtualmente imposible assegurar en qué consiste una actitud libre y sana.
Es indudable que la glorificación del sexo en los tiempos paganos no significó una solución del problema. Y aunque el cristianismo introdujo una concepción del amor superior a otra antes conocida, no logró éxito en la liberación sexual del hombre. Quizás podamos decir que la tiranía de lo sexual fue rota gracias a la sublimación en el amor, pero la naturaleza de este amor más amplio fue apenas comprendida y experimentada por muy pocos.
Sólo en los casos de una estricta disciplina corporal dirigida a la unión o comunión con Dios, el problema sexual se encara con franqueza. Aquellos que han logrado emanciparse por esta ruta se han librado no sólo de la tiranía del sexo, sino de cualquier otra tiranía de la carne. En tales individuos, el conjunto de los deseos se ha transfigurado de tal modo que los resultados obtenidos no tienen prácticamente sentido para el hombre corriente. Los triunfos espirituales, aun cuando puedan afectar directamente al hombre de la calle, muy poco o nada le conciernen. Este último busca la solución de los problemas de la vida en el plano del espejismo y de la ilusión; su noción de la realidad nada tiene que ver con las últimas conquistas; es ciego para los cambios duraderos que se producen algo por encima o por debajo de su nivel de comprensión. Si examinamos un tipo de ser como el yogui, cuyo interés se concentra sólo en la realidad como opuesta al mundo de la ilusión, nos veremos obligados a conceder que ha enfrentado todos los problemas humanos con el máximo valor y lucidez. Sea que asimile lo sexual, sea que lo transforme hasta su punto de trascendencia y extinción, en todo caso se trata de alguien que ha alcanzado los vastos espacios abiertos del amor. Si bien no reproduce su propia especie, presta en cambio un sentido nuevo a la palabra nacimiento. En lugar de aparearse, crea; en el círculo de su influencia, los antagonismos se apaciguan y se establece al armonía de una profunda paz. Es capaz de amar no sólo a los individuos del sexo opuesto sino a todos los individuos, a todo lo que respira. Esta apacible clase de triunfo produce escalofríos en el corazón del hombre común, pues no sólo le hace ver claramente la pérdida de su magra vida sexual, sino la pérdida de la pasión misma, la pasión tal como él la conoce. Este tipo de liberación que hace trizas cualquier metro para calcular sentimientos, representa para el una muerte en vida. El logro de un amor que no tiene límites ni cadenas lo aterroriza porque significa muy bien la disolución de su ego. No quiere ser libre para el servicio, la devoción y la dedicación a la humanidad entera; lo que quiere es comodidad, protección y seguridad, el goce, en fin, de sus muy limitados poderes. Al ser incapaz de renunciamiento, no llegará nunca a conocer elpoder curador de la fe, y al faltarle la fe, no llegará nunca conocer el sentido del amor. No busa la liberación, sino una escapatoria, lo que equivale a decir que prefiere la muerte a la vida.
A medida que avanza la civilización se hace más y más evidente que la guerra es la suprema solución que la vida ofrece al hombre común. Aquí puede dejarse llevar, para su gran satisfacción, pues en ella el crimen pierde sentido. El sentimiento de culpa queda abolido cuando la totalidad delplaneta sufre un baño de sangre. Los intervalos de paz parecen sólo servir para sumergirse más profundamente en los pantanos del complejo sadomasoquista que se ha adherido como un cáncer al corazón de nuestra vida civilizada. El miedo, la culpa y el crimen forman el triunvirato que realmente gobierna nuestras vidas. ¿Dónde reside lo obsceno en tales condiciones? En la estructura total de la vida, tal como se nos presenta hoy. Hablar de lo que es indecente, impuro, lascivo, sucio, repugnante, etc., sólo en conexión con lo sexual, es negarnos a nosotros mismos el manjar de la extensa gama de aversión-repulsión que la vida moderna pone a nuestro servicio. Cada compartimento de la vida está viciado y carcomido por lo que tan irreflexivamente se rotula "obsceno". Uno se pregunta si no podrían los insanos inventar un término más apropiado y más explícito para designar los mancillados elementos vitales que creamos para después rehuirlos y no identificarlos nunca con nuestra propia conducta. Creemos que los insanos habitan un mundo completamente divorciado de la realidad, pero si se examina nuestra propia conducta cotidiana, tanto en la guerra como en la paz, desde un punto de vista ligeramene más elevado, veremos que ostenta los signos inequívocos de la insanía. "He afirmado", escribe un conocido psicólogo, "que este es un mundo loco, que el hombre está loco la mayor parte del tiempo, y creo que bajo cierto aspecto lo que llamamos moralidad es tan sólo una forma de la locura, que por casualidad se adapta de modo funcional a las circunstancias existentes".

Cuando la obscenidad aflora en el arte y más especialmente en la literatura, funciona, por lo común, como un recurso técnico; el elemento deliberado que presenta nada tiene que ver con la incitación sexual, como es el caso de la pornografía. Si aparece una segunda intención, esta intención supera la puramente sexual. Su propósito es despertar, anunciar un sentimiento de realidad. El empleo de este recurso por el artista es, en cierto modo, comparable al empleo que los Maestros hacían de lo milagroso. Este recurso de última hora, tan estrechamente ligado a la desesperación, ha sido motivo de infinitos debates. Por ejemplo, ningún hecho relacionado con la vida de Cristo ha estado expuesto a investigaciones tan desvergonzadas como los milagros que se le atribuyen. El gran dilema que se presenta es si el Maestro debe permitirse o debe prohibirse el empleo de sus extraordinarios poderes. Se ha observado que los grandes maestros del Zen no titubean en recurrir a cualquier medio para despertar a sus discípulos, llegando hasta a realizar actos que prodrían tacharse de sacrílegos. Y conforme a ciertas conocidas interpretaciones del Diluvio, se admite que hasta Dios llegó a desesperar en determinados momentos, e hizo borrón y cuenta nueva para continuar el experimento con el hombre en un plano distinto. (continuará)
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Publicado y traducido por Aldo PELLEGRINI,-Pornografía y obscenidad-Editorial Argonauta-2003

jueves, 26 de agosto de 2010

de Jacobo FIJMAN-





Poema I

Caía mi sueño en la otra soledad de los canales.
Regocíjate niño, la presencia graciosa de la muerte
reparte en sombras alternadas el olor de los ángeles
y levanta tus sordos desamparos.

Niño de paz,
han apagado las islas monótonas de los soles perfectos.
Niño de paz,
imito el mundo en mi sueño ajeno a la claridad.

Un silencio de música se apacienta en las torres.


Poema II

Oíase a través de las olas subidas el grito de los puertos
y las ciudades
y el frío de las campanas.

Los cielos mueven el puente de los días.

El frío se sumerge en las ramas.

Recogemos la sombra que cae de los pájaros.
Te has ido.
Enumero las albas bajo la espuma azul de la noche.

Corderos desfigurados reflejan en sus ojos las vueltas de las estrellas
y los viejos molinos.


Poema III

Está mi risa de niño
con la abuelita ciega de la noche oscura.

Resuenan mis botas groseras de campesino
en la ternura de los caballos,
y he ido.

Al son de ríos lúcidos y puros
tiemblan las curvas de los pozos como las dulces patas de los corderos.

Encerrada en mis pasos sigue la noche oscura.


Poema IV

Extiendo mis brazos hacia el silencio descansado que inmoviliza la lejanía.
Caen océanos en las noches oscuras de nuestras adolescencias en Dios.

Herido de mi canto
por uniones de azar
toda mi carne mortal recoge la blanca limosna del misterio.

Siento venir el fresco gusto del alumbrar;
Siento venir entre olas de la desesperanza maduros imperios.

Agito los ramajes.
Danzo en la gracia de todas las familias de la tierra y el universo.

Jacobo Fijman (Uriff, Besarabia, 1898-Buenos Aires, 1970), "Hecho de estampas", 1930, Poesía completa, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2007-
publicado en el blog otra iglesia es imposiblehttp://campodemaniobras.blogspot.com/ , vía zoopat http://patriciadamiano.blogspot.com/

miércoles, 25 de agosto de 2010

El arte narrativo y la magia,-1932-J.L.BORGES


El análisis de los procedimientos de la novela ha conocido escasa publicidad. La causa histórica de esa continuada reserva es la prioridad de otros géneros; la causa fundamental, la casi inextricable complejidad de los artificios novelescos, que es laborioso desprender de la trama. El analista de una pieza forense o de una elegía, dispone de un vocabulario especial y de la facilidad de exhibir
párrafos que se bastan; el de una dilatada novela carece de términos convenidos y no puede ilustrar lo que afirma con ejemplos inmediatamente fehacientes. Solicito, en vista de eso, un poco deresignación para las verificaciones que siguen.

Empezaré por considerar la faz novelesca del libro The life and death of Jason (1867) de William Morris. Mi fin es literario, no histórico: de ahí que deliberadamente omita cualquier estudio, o apariencia de estudio, de la filiación helénica del poema. Básteme copiar que los antiguos -entre ellos, Apolonio de Rodas- habían versificado ya las etapas de la hazaña argonáutica, y mencionar un libro intermedio, de 1474, Les faits et prouesses du noble et vaillant chevalier Jason, inaccesible en Buenos Aires, naturalmente, pero que los comentadores ingleses podrían revisar.
El arduo proyecto de Morris era de casi imperceptible, íntima valentía. Era la narración verosímil de las aventuras apócrifas de Jasón, rey de Iolcos. La sorpresa lineal, recurso general de la lírica, no era posible en esa relación de más de diez mil versos. Ésta necesitaba ante todo una fuerte apariencia de veracidad, si no absoluta, capaz a lo menos de producir esa espontánea suspensión de la duda, que determina para Coleridge la fe poética. Morris consigue despertar esa fe; quiero investigar cómo.

Solicito un ejemplo del primer libro. Aeson, rey desposeído de Iolcos, entrega su hijo a la tutela selvática del centauro Quirón. El problema reside en la difícil verosimilitud del centauro. Morris lo resuelve insensiblemente. Empieza por mencionar esa estirpe, entreverándola con nombres de fieras que también son extrañas.

Where bears and wolves the centaurs' arrows find,

explica sin asombro. Esa mención primera, incidental, es continuada a los treinta versos por otra, que se adelanta a la descripción. El viejo rey ordena a un esclavo que se dirija con el niño a la selva que está al pie de los montes y que sople en un cuerno de marfil para que aparezca el centauro, que será (le advierte) de grave fisonomía y robusto, y que se arrodille ante él. Siguen las órdenes, hasta parar en la tercera mención, negativa engañosamente. El rey le recomienda que no le inspire ningún temor el centauro. Después, como pesaroso del hijo que va a perder, trata de imaginar su futura vida en la selva, entre los quick-eyed centaurs -rasgo que los anima, justificado por su condición famosa de arqueros*. El esclavo cabalga con el hijo y se apea al amanecer, ante un bosque. Se interna a pie entre las encinas, con el hijito cargado. Sopla en el cuerno entonces, y espera. Un mirlo está cantando en esa mañana, pero el hombre ya empieza a distinguir un ruido de cascos, y siente un poco de temor en el corazón, y se distrae del niño, que siempre forcejea por alcanzar el cuerno brillante. Aparece Quirón: nos dicen que antes fue de pelo manchado, pero en la actualidad casi blanco, no muy distinto del color de su melena humana, y con una corona de hojas de encina en la transición de bruto a persona. El esclavo cae de rodillas. Anotemos, de paso, que Morris puede no comunicar al lector su representación del centauro ni tampoco invitarnos a tener otra: le basta con nuestra continua fe en sus palabras, como en el mundo real.

Idéntica persuasión pero más gradual, la del episodio de las sirenas, en el libro catorce. Las imágenes preparatorias son de dulzura. La cortesía del mar, la brisa de olor anaranjado, la peligrosa música reconocida primero por la hechicera Medea, su previa operación de felicidad en los rostros de los marineros que apenas tenían conciencia de oírla, el hecho verosímil de que al principio no se distinguían bien las palabras, dicho en modo indirecto:

And by their faces could the queen behold
How sweet it was, although no tale it told,
To those worn toilers o'er the bitter sea,

anteceden la aparición de esas divinidades. Estas, aunque avistadas finalmente por los remeros, siempre están a alguna distancia, implícita en la frase circunstancial:

for they were near enow
To see the gusty wind of evening blow
Long locks of hair across these bodies white
With golden spray hiding some dear delight.

El último pormenor: el rocío de oro -¿de sus violentos rizos, del mar, de ambos o de cualquiera?- ocultando alguna querida delicia, sirve otro fin, también: el de significar su atracción. Ese doble propósito se repite en una circunstancia siguiente: la neblina de lágrimas ansiosas, que ofusca la visión de los hombres. (Ambos artificios son del mismo orden que el de la corona de ramas en la figuración del centauro). Jasón, desesperado hasta la ira por las sirenas**, las apoda brujas del mar y hace que cante Orfeo, el dulcísimo. Viene la tensión, y Morris tiene el maravilloso escrúpulo de advertirnos que las canciones atribuidas por él a la boca imbesada de las sirenas y la de Orfeo, no encierran más que un transfigurado recuerdo de lo cantado entonces.
La misma precisión insistente de sus colores- los bordes amarillos de la playa, la dorada espuma, la roca gris- nos puede enternecer, porque parecen frágilmente salvados de ese antiguo crepúsculo. Cantan las sirenas para aducir una felicidad que es vaga como el agua -Such bodies garlanded with gold, so faint, so fair -; canta Orfeo oponiendo las venturas firmes de la tierra. Prometen las sirenas un indolente cielo submarino, roofed over by the changeful sea, techado por el variable mar, según repetiría -¿dos mil quinientos años después, o sólo cincuenta?- Paul Valéry.
Cantan y alguna discernible contaminación de su peligrosa dulzura entra en el canto correctivo de Orfeo. Pasan los argonautas al fin, pero un alto ateniense, terminada ya la tensión y largo el surco atrás de la nave, atraviesa corriendo las filas de los remeros y se tira desde la popa al mar.

Paso a una segunda ficción, el Narrative of A. Gordon Pym (1838), de Poe. El secreto argumento de esa novela es el temor y la vilificación de lo blanco. Poe finge unas tribus que habitan en la vecindad del Círculo Antártico, junto a la patria inagotable de ese color, y que de generaciones atrás han padecido la terrible visitación de los hombres y de las tempestades de la blancura. El blanco es anatema para esas tribus y puedo confesar que lo es también, cerca del último renglón del último capítulo, para los condignos lectores. Los argumentos de ese libro son dos: uno inmediato, de vicisitudes marítimas; otro infalible, sigiloso y creciente, que sólo se revela al final. Nombrar un objeto, dicen que dijo Mallarmé, es suprimir las tres cuartas partes del goce del poema, que reside en la felicidad de ir adivinando; el sueño es sugerirlo. Niego que el escrupuloso poeta haya redactado esa numérica frivolidad de las tres cuartas partes, pero la idea general le conviene y la ejecutó ilustremente en su presentación lineal de un ocaso:

Victorieusement fut le suicide beau
Tison de gloire, sang par écume, or, tempête!

La sugirió, sin duda, el Narrative of A. Gordon Pym. El mismo impersonal color blanco ¿no es mallarmeano? (Creo que Poe prefirió ese color, por intuiciones o razones idénticas a las declaradas luego por Melville, en el capítulo The whiteness of the whale de su también espléndida alucinación Moby Dick). Imposible exhibir o analizar aquí la novela entera; básteme traducir un rasgo ejemplar, subordinado -como todos- al secreto argumento. Se trata de la oscura tribu que mencioné y de los riachuelos de su isla. Determinar que su agua era colorada o azul, hubiera sido recusar demasiado toda posibilidad de blancura. Poe resuelve ese problema así, enriqueciéndonos:
Primero nos negamos a probarla, suponiéndola corrompida.
Ignoro cómo dar una idea justa de su naturaleza, y no lo conseguiré sin muchas palabras. A pesar de correr con rapidez por cualquier desnivel, nunca parecía límpida, excepto al despeñarse en un salto. En casos de poco declive, era tan consistente como una infusión espesa de goma arábiga, hecha en agua común. Este, sin embargo, era el menos singular de sus caracteres. No era incolora ni era de un color invariable, ya que su fluencia proponía a los ojos todos los matices del púrpura, como los tonos de una seda cambiante. Dejamos que se asentara en una vasija y comprobamos que la entera masa del líquido estaba separada en vetas distintas, cada una de tono individual, y que esas vetas no se mezclaban. Si se pasaba la hoja de un cuchillo a lo ancho de las venas, el agua se cerraba inmediatamente, y al retirar la hoja desaparecía el rastro. En cambio, cuando la hoja era insertada con precisión entre dos de las vetas, ocurría una perfecta separación, que no se rectificaba en seguida.

Rectamente se induce de lo anterior que el problema central de la
novelística es la causalidad. Una de las variedades del género,
la morosa novela de caracteres, finge o dispone una concatenación de
motivos que se proponen no diferir de los del mundo real. Su caso, sin embargo, no es el común. En la novela tumultuosa y en marcha, esa
motivación es improcedente, y lo mismo en el relato de breves páginas y en la infinita novela espectacular que compone Hollywood con los plateados
ídola de Joan Crawford y que las ciudades releen. Un orden muy diverso los rige, lúcido y ancestral. La primitiva claridad de la magia.
Ese procedimiento o ambición de los antiguos hombres ha sido sujetado por Frazer a una conveniente ley general, la de la simpatía, que postula un vínculo inevitable entre cosas distantes, ya porque su figura es igual -magia imitativa, homeopática-, ya por el hecho de una cercanía anterior -magia contagiosa. Ilustración de la segunda era el ungüento curativo de
Kenelm Digby, que se aplicaba no a la vendada herida sino al acero delincuente que la infirió -mientras aquélla, sin el rigor de bárbaras curaciones, iba cicatrizando. De la primera los ejemplos son infinitos. Los pieles rojas de Nebraska revestían cueros crujientes de bisonte con la
cornamenta y la crin y machacaban día y noche sobre el desierto un baile tormentoso, para que los bisontes llegaran. Los hechiceros de la Australia Central se infieren una herida en el antebrazo que hace correr la sangre, para que el cielo imitativo o coherente se desangre en lluvia también.

Los malayos de la Península suelen atormentar o denigrar una imagen de cera, para que perezca su original. Las mujeres estériles de Sumatra cuidan un niño de madera y lo adornan, para que sea fecundo su vientre. Por iguales razones de analogía, la raíz amarilla de la cúrcuma sirvió para combatir la ictericia, y la infusión de ortigas debió contrarrestar la urticaria. El catálogo entero de esos atroces o irrisorios ejemplos es de enumeración imposible; creo, sin embargo, haber alegado bastantes para demostrar que la magia es la coronación o pesadilla de lo causal, no su contradicción. El milagro no es menos forastero en ese universo que en el de los astrónomos. Todas las leyes naturales lo rigen, y otras imaginarias. Para el supersticioso, hay una necesaria conexión no sólo entre un balazo y un muerto, sino entre un muerto y una maltratada efigie de cera o la rotura profética de un espejo o la sal que se vuelca o trece comensales terribles.
Esa peligrosa armonía, esa frenética y precisa causalidad, manda en la novela también. Los historiadores sarracenos, de quienes trasladó el doctor José Antonio Conde su Historia de la dominación de los árabes en España, no escriben de sus reyes y jalifas que fallecieron, sino Fue conducido a las recompensas y premios o Pasó a la misericordia del Poderoso o Esperó el destino tantos años, tantas lunas y tantos días. Ese recelo de que un hecho temible pueda ser atraído por su mención, es impertinente o inútil en el asiático desorden del mundo real, no así en una novela, que debe ser un juego preciso de vigilancias, ecos y afinidades.
Todo episodio, en un cuidadoso relato, es de proyección ulterior. Así, en una de las fantasmagorías de Chesterton, un desconocido acomete a un desconocido para que no lo embista un camión, y esa violencia necesaria pero alarmante, prefigura su acto final de declararlo insano para que no lo puedan ejecutar por un crimen. En otra, una peligrosa y vasta conspiración integrada por un solo hombre (con socorro de barbas, de caretas y de seudónimos) es anunciada con tenebrosa exactitud en el dístico:

As all stars shrivel in the single sun,
The words are many, but The Word is one

que viene a descifrarse después, con permutación de mayúsculas.

The words are many, but the word is One


En una tercera, la maquette inicial -la mención escueta de un indio que arroja su cuchillo a otro y lo mata- es el estricto reverso del argumento: un hombre apuñalado por su amigo con una flecha, en lo alto de una torre. Cuchillo volador, flecha que se deja empuñar.Larga repercusión tienen las palabras. Ya señalé una vez que la sola mención preliminar de los bastidores escénicos contamina de incómoda irrealidad las figuraciones del amanecer, de la pampa, del anochecer, que ha intercalado Estanislao del Campo en el Fausto. Esa teleología de palabras y de episodios es omnipresente también en los buenos films. Al principiar A cartas vistas (The showdown), unos aventureros se juegan a los naipes una prostituta, o su turno; al terminar, uno de ellos ha jugado la posesión de la mujer que quiere. El diálogo inicial de La ley del hampa versa sobre la delación, la primer escena es un tiroteo en una avenida; esos rasgos resultan premonitorios del asunto central. En Fatalidad (Dishonored) hay temas recurrentes: la espada, el beso, el gato, la traición, las uvas, el piano. Pero la ilustración más cabal de un orbe autónomo de corroboraciones, de presagios, de monumentos, es el predestinado Ulises de Joyce. Basta el examen del libro expositivo de Gilbert o, en su defecto, de la vertiginosa novela.
Procuro resumir lo anterior. He distinguido dos procesos causales: el natural, que es el resultado incesante de incontrolables e infinitas operaciones; el mágico, donde profetizan los pormenores,
lúcido y limitado. En la novela, pienso que la única posible honradez está con el segundo. Quede el primero para la simulación psicológica.
J.L.B. 1932

*Cf. el verso: Cesare armato, con li occhi grifagni (Inferno IV,213).

** A lo largo del tiempo, las sirenas cambian de forma. Su primer historiador, el rapsoda del duodécimo libro de la Odisea, no nos dice cómo eran; para Ovidio, son pájaros de plumaje rojizo y cara de virgen; para Apolonio de Rodas, de medio cuerpo para arriba son mujeres, y en lo restante, pájaros; para el maestro Tirso de Molina (y para la heráldica), "la mitad mujeres, peces la mitad". No menos discuctible es su índole; ninfas las llama; el diccionario clásico de Lemprière entiende que son ninfas, el de Quicherat que son monstruos y el de Grimal que son demonios. Moran en una isla del poniente, cerca de la isla de Circe, pero el cadáver de una de ellas, Parténope, fue encontrado en Campania, y dio su nombre a la famosa ciudad que ahora lleva el de Nápoles, y el geógrafo Estrabón vio su tumba y presenció los juegos gimnásticos y la carrera con antorchas que periódicamente se celebraban para honrar su memoria.
La Odisea efiere que las sirenas atraían y perdían a los navegantes y que Ulises, para oír su canto y no perecer, tapó con cera los oídos de sus remeros y ordenó que lo sujetaran al mástil. Para tentarlo, las sirenas prometían el conocimiento de todas las cosas del mundo:"Nadie ha pasado por aquí en su negro bajel, sin haber escuchado de nuestra boca la voz dulce como el panal, y haberse regocijado con ella, y haber proseguido más sabio. Porque sabemos todas las cosas: cuántos afanes padecieron argivos y troyanoos en la ancha Tróada por determinación de los dioses, y sabemos cuánto sucederá en la tierra fecunda" (Odisea, XII).
Una tradición recogida por el mitólogo Apolodoro en su Biblioteca, narra que Orfeo, desde la nave de los argonautas, cantó con más dulzura que las sirenas y que éstas se precipitaron al mar y quedaron convertidas en rocas, porque su ley era morir cuando alguien no sintiera su hechizo. También la Esfinge se precipitó de lo alto cuando adivinaron su enigma.
En el s.VI, una sirena fue capturada y bautizada en el norte de Gales, y llegó a figurar como una santa en cierrtos almanaques antiguos, bajo el nombre de Murgan. Otra, en 1403, pasó por una brecha en un diguq, y habitó en Haarlem hasta el día de su muerte. Nadie la comprendía, pero le enseñaron a hilar y veneraba por instinto la cruz. Un cronista del siglo XVI razonó que no era un pescado porque sabía hilar, y que no era una mujer porque podía vivir en el agua.
El idioma inglés distingue entre la sirena clásica (Siren) de las que tienen cola de pez (mermaids). En la formación de estas últimas habían influido por analogía los tritones, divinidades del cortejo de Poseidón.
En el décimo libro de la República, ocho sirenas presiden la rotación de los ocho cielos concéntricos.
Sirena: supuesto animal marino, leemos en un diccionario brutal.
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tomado de Discusión-Jorge Luis BORGES-Alianza emecé-1983

lunes, 23 de agosto de 2010

de Virginibus puerisque y otros ensayos-Robert Louis STEVENSON

fragmentos de Virginibus puerisque*


1.----

Con la única excepción de Falstaff, todos los personajes masculinos de Shakespeare, son por decirlo así, de los que se casan. Mercutio, siendo, como era, primo hermano de Benedick y Biron, hubiera, a la larga, terminado en lo mismo. Hasta el mismo Iago tenía su correspondiente esposa y, lo que es más raro aún, era celoso. Y aunque nos resulte difícil imaginar que hombres como Jacques y el bufón en El rey Lear puedan llegar nunca a casarse, sin embargo, si permanecieron solteros, es por una especie de humor cínico o a causa de un desengaño sentimental y no, como nosotros hoy, por un espíritu de desconfianza y de preferencia por la soltería. Y en cuanto al caso de Jacques, si ustedes repasan la versión francesa de Georges Sand de As You Like It -y creo poder anticiparles que les ha de gustar muy poco- verán que, por fin, se casa con Celia, exactamente lo mismo que Orlando con Rosalinda.
Parece, por lo menos, que en tiempo de Shakespeare la gente no tenía tantas vacilaciones antes de llegar a decidir casarse; y las pocas que tuvieran eran de tipo cómico y, en todo caso, no mucho más serias que las de Panurgo(personaje de Pantagruel, de Rabelais). Los héroes de las comedias modernas son, mayormente, de un modo de pensar a lo Benedick, pero el doble de serios y ni la cuarta parte de confiados. Para mí, esta desconfianza es, precisamente, una prueba de lo genuino de su terror. Saben que, después de todo, no son más que criaturas humanas; conocen qué clase de trampas y armadijos se esconden bajo sus pies y cómo la sombra del matrimonio espera, resuelta y terrible, en las encrucijadas.
[...]El hecho es que le tenemos mucho más miedo ala vida que nuestros abuelos y no podemos decidirnos entre casarnos o dejarnos de casar. El matrimonio es aterrador; pero tan aterradora es una vejez fría y solitaria. Las amistades con otros hombres son agradables en alto grado, pero muy inseguras. Sabemos de sobra que aquel amigo se nos casará y nos pondrá de patitas en la calle; este otro aceptará un destino en China y ya no será para nosotros más que un nombre, una reminiscencia y alguna que otra carta de entrecruzados renglones muy trabajosa de leer. A un tercero le dará por una chifladura religiosa y nos obsequiará de allí en adelante con agrias miradas. Así, de un modo o de otro, la vida va apartando a los hombres y rompe para siempre la buena camaradería. La misma flexibilidad y sencillez que hace tan agradable, mientras dura, la amistad entre hombres es lo que la hace más fácil de romper y de olvidar. Y aquel que tenga unos pocos amigos o aquel que tenga una docena -si es que hay en este mundo alguien tan rico- no podrá olvidar sobre qué base tan precaria reposa su felicidad y cómo por un golpe o dos del destino-una muerte, unas pocas palabras ligeras, una hoja de papel sellado, los ojos brillantes de una mujer- puede quedar, en un mes, totalmente desposeído.
El matrimonio es, ciertamente, un peligroso remedio; nuestra felicidad se basa ya no en dos o en tres, sino en una sola vida. Pero, en cambio, así como el pacto es más completo y explícito por nuestra parte, lo es también por la otra y no son de temer tantas contingencias; no será el primer viento el que nos arranque de nuestras amaras; y mientras la muerte retenga su guadaña, podemos contar siempre con un amigo en nuestro hogar. Las personas que comparten la misma celda en una prisión o las que han sido arrojadas juntas a una isla desierta, si no empiezan en seguida a puñetazos, han de encontrar, con toda seguridad, una zona posible de avenencia. Llegarán a conocer los modos y talante de cada uno, hasta saber dónde deben andarse con cautela y dónde pueden pisar sin miedo.
[...] Pero el matrimonio, si bien es verdad que es bastante cómodo, no es en modo alguno, heroico. Pues en verdad merma y apaga el espíritu de hombres generosos, En el matrimonio, el hombre se hace flojo y egoísta y sufre una adiposa degeneración de su ser moral. Esto se puede ejemplarizar no sólo cuando Lydgate pierde categoría uniéndose con Rosamond Vincy, sino también cuando Ladislaw la gana al casarse con Dorothea. El ambiente de al lado de la chimenea marchita todo generoso brote en el corazón del marido. Se encuentra tan a gusto y tan feliz, que empieza a preferir ese bienestar y esa felicidad a todo lo demás sobre la tierra, incluyendo a su propia mujer. [...]
[...] No en vano Don Quijote fue soltero; y aunque Marco Aurelio se casó, casó mal. En cuanto a las mujeres, este peligro es mucho menor. El matrimonio es de tanta utilidad para una mujer, abre para ella tantos horizontes, tantas vías de libertad y tantas posibilidades, que, lo mismo si se casa bien que mal, difícil será que no saque algún provecho. Es verdad, sin embargo, que algunas de las mujeres más femeninas y de mejor humor son viejas solteronas. Y que esas viejas solteronas o las casadas mal maridadas son las que poseen con más frecuencia la verdadera veta maternal. Esto parecería mostrar, aún para la mujer, cierta acción anquilosadora en la cómoda vida matrimonial. Pero la regla no es, por eso, menos cierta; si buscamos la flor de los hombres y de las mujeres, tendremos que echar mano de un buen solterón y de una buena esposa.
A menudo me quedo atónito al considerar cómo hay tanto número de matrimonios que son pasablemente felices y que, en cambio, sean tan pocos los que lleguen a un rotundo fracaso;[...]
[...]Veo mujeres que se casan sin más ni más con estólidos burgueses o con muchachos de mirar asustado y caras de hurón; y veo hombres que viven a gusto unidos a fregonas gritadoras o que introducen en su vida agrias vestales.[...]
[...] Pero la palabra "amor" es, cuando menos, una expresión un tanto hiperbólica para designar esa tibia preferencia. No es en esas uniones, desde luego, donde el Amor emplea sus flechas de oro; no puede decirse, si se quiere hablar con propiedad, que sea en ellas donde reina y brilla. Realmente, si esto fuera amor, es patente que los poetas habrían estado divirtiéndose a costa de la humanidad desde la fundación del mundo. [...]
[...]Francamente: si sólo se casaran los que estuvieran de verdad enamorados, mucha gente moriría soltera. Y entre los demás no habría pocos hogares borrascosos. El león es el rey de los animales, pero, en cambio, no sirve como perrillo faldero. Del mismo modo sospecho que el amor es una pasión demasiado violenta para poder ser, en la mayor parte de los casos, un buen sentimiento doméstico. Como otros fuertes excitantes, saca a flor de piel no sólo lo más noble, sino también lo peor y más mezquino en la naturaleza del hombre. [...]
[...] Las personas que aspiren a vivir juntas una serie de años sin acabar por aburrirse mortalmente necesitan, casi de modo indispensable, de una determinada clase de talento; y este talento, lo mismo que la conformidad de opiniones, debe ser acerca de la vida y para toda la vida. Para lograr convivir felizmente, deben ser versados en las delicadezas del corazón y deben haber nacido con un buen deseo de transigencia. La mujer debe tener cierto talento como tal mujer; y no importará mucho si lo tiene o no en todo lo demás. Debe conocer su métier de femme y poseer una fina cuerda afectiva. Y será más importante que sepan decir las cosas con gracia, y que sepan hacer a la ligera algunos ingeniosos comentarios acerca de los amigos comunes o de las mil naderías del momento, que hablar con la lengua de los ángeles. Porque, en el matrimonio, un ratito juntos al lado de la chimenea se da con más frecuencia que la presencia en la mesa de un invitado distinguido. El poder reírse con las mismas gracias y el poseer muchas historias y anécdotas para su uso particular y muchas viejas bromas que ni el tiempo marchita ni la costumbre envejece es una mejor disposición para la vida, si ustedes me lo permiten, que otras cosas que parecen de más altura y que suenan mejor en los oídos del mundo.
Para leer a Kant nos bastamos nosotros solos, pero un chiste hemos de compartirlo con otra persona. Podemos perdonar el que alguien no pueda seguirnos a lo largo de una disquisición filosófica; pero encontrarnos con que nuestra propia mujer se ríe cuando a nosotros se nos saltan las lágrimas o que, por el contrario, abre unos grandes ojos de incomprensión cuando nosotros nos estamos ahogando de risa debe llevar, sin duda, a la disolución del matrimonio.
Conozco una señora que, fuera por especial aversión o por incapacidad, no pudo entender nunca ni siquiera el significado de la palabra "política" y ha dejado ya por imposible el intentar comprender la diferencia entre liberales y conservadores; pero tomémosla en su política particular; preguntémosle por otros hombres o mujeres y por las chismorrerías de cada existencia-los roces, las intrigas, las vanidades sobre las que gira la vida- y no encontraremos muchas más sagaces, más agudas ni que tengan más sentido del humor. Y es más, para hacer más claro lo que quiero decir: esta misma mujer tiene una fina comprensión para lo más elevado y poético; sabe tener interés en las cosas por las cosas mismas; y las que parecen más comunes le producen un constante asombro. No se deja embaucar por la costumbre ni piensa que un misterio esté aclarado porque se repita muchas veces. La he oído decir que una ceja humana le maravilla de tal modo que casi le hace perder el juicio. Ahora bien, en un mundo en el que la mayor parte de nosotros caminamos muy a gusto en el círculo poco iluminado de nuestra propia razón, y sólo excepciones atronadoras -erupciones del Vesubio, terremotos, banjos que flotan en el aire en una reunión espiritista y cosas semejantes- nos hacen recordar lo que queda fuera de nuestro círculo, un cerebro tan fresco y sin malear es un don no despreciable. Tiene en sí mismo el manantial de agradables ydelicadas fantasías.[...]
[...]La cuestión de las profesiones, en cuanto a su relación con el matrimonio, hasta hace poco tiempo era de importancia únicamente para las mujeres, pero en nuestros días nos interesa a todos. Yo, pudiendo evitarlo, no me casaría nunca ciertamente con una literata. La práctica de las letras es tristemente fatigosa para el entendimiento; y después de una hora o dos de trabajo, todo lo que hay de más humano en un autor se ha extinguido: pinchará, morderá y soltará por la boca sapos y culebras. La música, según dicen, no es mucho mejor. En cambio, la pintura es con frecuencia sedante en alto grado; y es porque en ésta la mayor parte del trabajo, una vez que ya está el cuadro empezado y en marcha, es casi exclusivamente manual; de ese tipo de habilidoso trabajo manual que proporciona una continuada serie de éxitos y así lleva a un hombre, cosquilleándole en su vanidad, a estar de buen humor. Pero, ay, en las letras no ocurre nada parecido. Aunque tengamos la más bonita caligrafía que pudiéramos apetecer, siempre tenemos alguna otra cosa en qué pensar y no podemos deternernos a cuidar de nuestras curvas y rasgueos, que van como Dios quiere, y el último de los amanuenses puede hacernos salir los colores a la cara. Rousseau tuvo en cierta estima el arte de la caligrafía y hasta llegó a hacer de ella una fuente de ingresos cuando se copió la Héloïse para señoras diletantes; y en ello mostró aquella extraña y excéntrica prudencia que le guió entre tantos miles de insensateces y locuras. Del mismo modo, sería conveniente para todo el genus irritabile(raza irritable de los poetas según Horacio) añadir un poquito de habilidoso trabajo manual al impalpable trabajo del espíritu. El atinar con la palabra justa es un éxito tan dudoso y tan cercano al fracaso, que ni en todo un año podemos estar seguros de él; pero, en cambio, todos sabemos cuándo hemos dado forma con perfección a una letra; y cualquier estúpido artista, con razón o sin ella, cree saber, casi con la misma certeza, cuándo ha encontrado el tono o el matiz exacto o cuándo ha dado una diestra pincelada. Y, además, el pintor puede trabajar al aire libre; y el aire fresco, el lento paso de las estaciones y el "influjo tranquilizador" de la verde naturaleza contrabalancean la fiebre del pensamiento y los conserva fríos, apacibles y prosaicos.
[...] Por último-y ésta es quizá la regla más importante-, ninguna mujer debe casarse con un hombre abstemio o que no fume. No sin causa, esta "innoble tabagie", como la llama Michelet, se ha extendido por el mundo entero. Michelet, clama contra ella porque nos hace felices independientemente de todo pensamiento o trabajo; las mujeres previsoras no temerán de esto ninguna mala consecuencia par ala vida matrimonial. Cualquier cosa que retenga al hombre en el jardín, cualquier cosa que refrene la volandera fantasía o toda desordenada ambición, cualquier cosa que coopere a la indolencia y al sentirse a gusto, coopera en el mismo grado a la felicidad doméstica.
Si estos apuntes logran divertir al lector, le divertirán más, seguramente cuando difiera de ellos que cuando esté conforme; al menos no han de hacer mucho daño, porque nadie ha de seguir mi consejo. Pero las palabras finales son de más trascendencia. El matrimonio es un paso tan grave y decisivo, que por su misma impresionante solemnidad atrae a los hombres volubles y ligeros de cascos. Han sido ya tan zarandeados por las borrascas y corrientes, se han hecho tantas veces a la vela en busca de vagas islas en el aire o se han eternizado tan a menudo en calmas chichas, consumiéndose de impaciencia, que lo arriesgarían todo con tal de sentir tierra firme bajo sus pies.[...] Al igual que los que ingresan en una cofradía, creen que basta con un determinado acto para verse fuera para siempre del torbellino y griterío de la vida. Pero eso no es más que una jugarreta del diablo. Hasta el fin, vientos primaverales sembrarán inquietud en sus almas, rostros que pasan dejarán tras ellos una añoranza; y el mundo entero seguirá llamando y llamando en sus oídos. Porque el matrimonio se parece a la vida en esto: es un campo de batalla y no un lecho de rosas. [...]

*del libro III-oda primera, de HORACIO-

Odi profanum vulgus et arceo;
favete linguis: carmina non prius
audita musarum sacerdos
Virginibus puerisque canto

Odio al vulgo profano y me aparto de él;
guardad silencio: sacerdote de las Musas,
canto para doncellas y muchachos
versos nunca antes oídos.
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tomado de Virginibus puerisque y otros ensayos-Robert Louis STEVENSON-traducc. Eulalia GALVARRIATO-edición de José Polo y Ana Pinto-editorial Alianza-